El pasado jueves 19 de agosto asistí a un emocionante concierto en Viena. La orquesta era la Hofburg-Orquester, y el marco la Festsaal del Palacio Imperial. Imposible buscar mejor marco ni mejores intérpretes.
Uno de esos sueños que recorren tu mente, desde pequeñito, cuando sin saber por qué seguía el ritmo de los valses de Strauss en la Sala Dorada, en pijama y zapatillas, ante el televisor en blanco y negro, el primero de año. Y, mira por donde, consigo a mis cincuenta años hacerlo realidad.
En aquella sala, cerrando los ojos, sentí el pijama, las zapatillas, el sueño y la emoción íntima e inexplicable del sueño cumplido.
Cuando era escolar hacía los deberes en un cuarto muy especial de la parte trasera de mi casa. La luz entraba con intensidad por la ventana y mi madre cosía los encargos de la modista con detenimiento y dedicación. La costura sobre la falda, sus gafas en la punta de la nariz, y su mirada acariciando mi mente cuando me rascaba la cabeza reflexionando sobre las tareas. Las puntadas se sucedían a ritmo, el mismo con que se movía la punta de mi lápiz resolviendo las cuentas ante su atenta mirada. En la radio sonaba música clásica y ... no hacían falta las palabras. La luz, las tareas, la música y el paso del tiempo bastaban.
Sí, la noche del concierto en Viena pensé mucho en ella y en mi infancia feliz. No me avergüenza admitirlo, muy al contrario, me enorgullece confesar que, ante el aria "O mio bambino caro" de Puccini, sentí una lágrima recorrer lentamente mi mejilla. Era una lágrima de nostalgia, de recuerdo, de sueño compartido y, finalmente, ...resuelto.
Gracias, mamá por regalarme... mis sueños.